Al final de esta conversación, Ricardo Baeza va a decir que le duele el pecho. Va a contarlo después de almuerzo, en su oficina del Instituto de Matemática de la Universidad de Talca. Y va a decirlo con algo de susto. Porque ahí, debajo de su chaqueta verde, su polerón gris y su camisa con el cuello deshecho, había algo que lo apretaba. Algo que llevaba 30 días jodiéndolo. Recordándole que tenía que visitar a un doctor pronto, pese a que en Talca le habían dicho que no podrían atenderlo hasta fines de septiembre. Ricardo también va a contar que estuvo un poco deprimido. Que hasta hace algunas semanas, cuando estaba por cumplir los 67 que le insistían no aparentaba, pero que él comenzaba a sentir en el pecho, le habían sugerido que pensara en el retiro. En dejar las salas de clases y las matemáticas en el pizarrón. Pero todo eso iba a cambiar con el premio. Aunque quizás, siendo más estrictos, sería una llamada la que detendría todo aquello que a Ricardo le estaban pidiendo dejar.
Los diarios dijeron que el 26 de agosto un profesor de la Región del Maule había ganado el Premio Nacional de Ciencias Exactas. Que cuando estaba almorzando con una de sus hijas recibió el llamado de la ministra de Educación, Mónica Jiménez. Que Ricardo Baeza, el ganador, se llevaba el diploma, los 15 millones de pesos y la pensión vitalicia de 20 UTM que podía comenzar a cobrar el próximo año. Algunos diarios locales, incluso, destacaron que era primera vez que un premio así se lo llevaba alguien que trabajara fuera de Santiago y que no perteneciera a la Universidad de Chile o a la Universidad Católica. Después de todo, dentro de todos esos recortes de prensa, no podía dejar de haber algo de orgullo provinciano. Pero mientras todo eso pasaba, a Ricardo Baeza le dolía el pecho. Y esa sensación de que algo lo apretaba no tenía nada que ver con el orgullo. Tenía que ver, quizás, con que en el último tiempo había tenido que vivir demasiado rápido.
Y eso fue lo que ninguno de los diarios, ni siquiera los locales, entró a contar. Porque esa reunión con la ministra, donde ella pone rostro de foto y Ricardo aparece con cara de circunstancias, es apenas el punto B de toda su trayectoria. El origen, como suele suceder en Chile, no estaba en la casa de Ricardo. Sino que en la de su vecino.
Punto A
Ricardo tiraba piedras. Sus dominios, durante sus primeros años de vida, no estaban en su casa de Bustamante con Rancagua. Sino que en el parque que tenía al frente. Ahí repartía combos, recibía algunos, y tiraba piedrazos a los mocosos que se le cruzaran con cara de pocos amigos. En ese Santiago de 1952, donde Ricardo -el hijo de un abogado y una dueña de casa- tiene 10 años y a veces vuelve a casa sin ropa porque se metió en problemas, Chile no cuenta con grandes matemáticos. Pero eso a Ricardo todavía no le importaba. Lo que le importaba era terminar rápido sus clases en el Instituto Luis Campino para volver pronto al parque. Porque cuando no estaba en eso, Ricardo Baeza era un alumno promedio que, como recordaría en esta entrevista en Talca, "era malo para las matemáticas". La culpa, diría más tarde, puede haber sido de sus profesores. Pero el acierto, definitivamente, vino de su vecino.
Ricardo se dedica a un área de la matemática que no se detiene en encontrar aplicaciones , sino en encontrar problemas en un mundo abstracto y solitario. Y también en hallar las soluciones, claro, aunque éstas tarden largos años.
El tipo se llamaba Enrique Sánchez. Era ingeniero y muy amigo de su padre. Ricardo le tenía aprecio, y un día Sánchez le mostró un libro de cálculo. Sánchez le enseñó algunas cosas y pronto vio cómo el niño de al lado comenzó a cultivar una de esas obsesiones que pueden cambiarte la vida. Ése fue el día en que el Parque Bustamante perdió a su rey.
Ricardo tenía 14 y cursaba cuarto año de humanidades cuando aprendió cálculo. El problema fue que todo empezó a aburrirlo. Las clases y el mundo del Luis Campino. Por eso, buscando el tipo de problemas que pudieran dejarlo quieto, empezó a asistir a un curso de geometría diferencial en Beaucheff cuando aún no terminaba su educación media.
Ricardo dice que en el colegio lo dejaban tranquilo porque le empezó a ir muy bien en los últimos tres años. Dice también que durante este tiempo, compró un libro llamado A course in theory of mathematics de G.H. Hardy. Y dentro de ese libro de matemática clásica, que estaba escrito por un inglés que decía que "su gran orgullo era que todo lo que había hecho, no servía para absolutamente nada", estaba el camino que Ricardo Baeza habría de seguir.
El desplazamiento
Hay cosas que no cambian en Chile. Como que a un niño bueno para las matemáticas, a la hora de escoger una carrera, le digan que opte por la Ingeniería. Ricardo hizo eso mismo y llegó hasta la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Chile. Pero se seguía aburriendo. Ya conocía esos ejercicios. Ya los había hecho. Así que dejó de ir a clases.
En vez, Ricardo comenzó a ir a un seminario de teoría de grupos que dictaban unos alemanes que el rector de entonces, Juan Gómez-Millas, había traído para desarrollar la investigación matemática en Chile. Baeza, que había comenzado a sentir la soledad de las mentes que funcionan a otra velocidad, se acercó. Después de un tiempo, uno de los profesores alemanes le cantó lo evidente: "Te vas a Alemania".
La soledad de un número primo
Ricardo dice que era "un niño apollerado". Que nunca había salido del país. Que llegó a la Universidad de Hamburgo gracias a la beca que le había conseguido ese profesor, usando el abrigo del colegio. Recuerda que llegó tarde al semestre. Que ya era octubre, que ya estaba oscuro y que ya se sentía el invierno. En la mesa de un casino que se llama "El establo" en la Universidad de Talca, Ricardo Baeza explica lo que es llegar solo a un país donde uno ni siquiera comprende bien el idioma. Donde sólo maneja un par de conceptos de una lengua que se demoraría dos años en aprender. Un lugar donde tiempo más tarde aprendería karate y vería a los Beatles antes de que fueran la banda más famosa de la Tierra.
Cuenta que cuando llegó no tenía dónde quedarse. Que ahí, en su primer día germano, se hizo de un amigo que fue capaz de frenar una fiesta en un sótano para preguntar si alguien tenía un lugar donde pudiera alojar este tipo que venía de Chile. Y que finalmente se lo consiguió.
Durante esos 18 años que viviría en Alemania, primero en Hamburgo sacando su pregrado y luego en la Universidad de Saarbrücken, en Saarland, sacando su doctorado y su habilitación para ser profesor, Ricardo conviviría con tipos que vivían de la adrenalina de resolver ecuaciones imposibles. Tipos como un amigo suyo, que estuvo dos años intentando solucionar un solo problema. Aquí es donde Ricardo fue refinando su método de trabajo. Un esquema que tiene dos fases. "La primera es la artesanal. Tú eres un trabajador común y corriente. Tienes que ser profesional. Leer, informarte y saber de los trabajos de otros". Tienes que saber, como lo hizo Ricardo, estar todas las noches hasta las 4 de la mañana mirando ecuaciones y puliendo una solución elegante para ellas. Tienes que mantener cuadernos. Incluso por años. Y saber tratar con la frustración. Porque esto, como dice Ricardo, "tiene noches que sólo un científico puede entender lo dolorosas que son. Pero sólo un científico puede entender la alegría que uno siente cuando todo se resuelve". La segunda fase es la personal. La instancia donde uno "va cultivando sus problemas. Donde tú mismo, a medida que vas pensando, se te van ocurriendo otras preguntas. Ahí comienzan las asociaciones".
Para Ricardo, ese trabajo se dio en la teoría de números, en un área conocida como formas cuadráticas. Un mundo donde los dominios son abstractos y se llaman anillos. Un mundo casi imposible de entender para quien no es parte de este club de expertos. Pero que Ricardo Baeza, con una soltura de quien maneja lo que habla, define como "el estudio de las propiedades generales, geométricas, de ciertos polinomios cuadráticos". Es un área de la matemática que no se detiene en encontrar aplicaciones, sino en encontrar problemas en un mundo abstracto y solitario. Y también en hallar las soluciones, claro, aunque éstas tarden largos años.
A ese mundo llegó por una sucesión. Porque el profesor de quien era asistente en Saarland trabajaba en eso. Pero también porque Ricardo siente que "el ser humano vive de asociaciones. De pensar que esto que está aquí y esto que está allá, eventualmente pueden tener algo en común. Y que al juntarlos uno puede sacar de ahí un nuevo resultado".
Punto B
Ricardo está haciendo clases. Tiene dos pizarras negras al frente y seis alumnos del magíster en Ciencias de la Matemática de la Universidad de Talca detrás. Está ahí porque se aburrió de hacer clases en otras carreras. Ricardo quiere enseñar matemáticas. Lleva años haciéndolo. Primero en Saarland, luego en la Universidad de Chile y ahora en Talca hace diez años. Ricardo llegó ahí siguiendo a su mujer, María Inés Icaza, que es directora del Instituto de Matemática y a quien conoció cuando le hacía clases en Santiago. En tiempos cuando agentes de la DINA llegaban a su oficina en Beaucheff y le preguntaban, muy en serio, si quería almorzar con Pinochet. Cuando Ricardo, que a esas alturas ya era reconocido como una eminencia, les decía que se fueran a la cresta y que él decidía con quién carajo comía. Cuando tuvo que saber del allanamiento en la casa de su madre y lo que era hacer escuela y sacar la ciencia adelante en tiempos de dictadura.
Pero ésa es sólo una parte de Baeza. La otra tiene que ver con el tipo que toma pisco solo, que camina por la facultad con sandalias el primer día de septiembre y que dice que uno de sus primeros recuerdos fue haber llorado y armar un escándalo cuando a los tres años vio cómo un tipo intentaba matar a un perro para deshacerse de él. Ése Ricardo Baeza, el que está lejos de la sala de clases, fue inspector de caza y se enfrentaba en pleno campo a tipos con escopeta para decirles que ahí, mientras él estuviera, no iban a poder matar. Ese es el Ricardo Baeza que pide por favor que se mencione lo importantes que son la Conicyt y el Fondecyt en el desarrollo de las ciencias en Chile. Que dice que cuando quiere escapar de la matemática planta espinos y que ahora, en esta clase de magíster, va a hablar sobre cómo descomponer un número primo en extensión.
Y para él, como diría durante el almuerzo, los números primos -ésos que sólo son divisibles por 1 y por sí mismos- son "la esencia de toda la matemática, de toda la aritmética. Son de las cosas más misteriosas que hay. Por un lado, son lo más errático que existe. Puedes encontrar intervalos de números arbitrariamente grandes, sin ningún número primo entremedio. Y, por otro lado, son súper ordenados y de las cosas más ingeniosas del universo".
Después de eso, Ricardo admitiría la soledad de un mundo donde encontrar compañeros es algo difícil. La soledad de ser parte de un grupo tan errático como los números primos. Luego, cuando ya había terminado el almuerzo y estaba de regreso en su oficina, llegaría una serie de personas para felicitarlo por el premio que vino a dilatar su jubilación anticipada y del que Ricardo supo mientras almorzaba con una hija. Cuando su mujer le había dicho que no se hiciera ilusiones y él ni siquiera se había lavado los dientes. Y mientras lo abrazan, Ricardo siente la incomodidad del saludo protocolar. Pero eso la gente no lo sabe. Como tampoco sabe que hay algo que le aprieta en el pecho.
Y que nadie lo quiere atender.