El miércoles pasado era el día que todos los físicos de partículas del mundo esperaban ansiosos. El CERN anunciaría el estado actual de la búsqueda del bosón de Higgs, una de las más persistentes y audaces aventuras científicas jamás emprendidas. El gran colisionador de hadrones (LHC), la máquina más grande y sofisticada fabricada por nuestra especie, tenía por objetivo principal desentrañar este eslabón perdido del universo subatómico. Con pedido de caza y captura desde hace casi medio siglo, el bosón de Higgs juega un papel crucial en la teoría de las partículas elementales. ¡Y vaya si la espera fue bien recompensada! Los datos combinados de los dos experimentos, Atlas y CMS, indicaron con claridad que se ha detectado una nueva partícula, que con toda probabilidad es el bosón de Higgs.
¿Por qué es necesario un artefacto de decenas de kilómetros para poder ver una partícula subatómica? ¿Por qué el bosón de Higgs es tan difícil de observar? ¿En dónde radica su importancia en el entramado de la física fundamental? Intentaremos abordar estos interrogantes, aún bajo el influjo de la histórica videoconferencia del CERN y de las emocionadas palabras entrecortadas de François Englert, Dick Hagen, Gerald Guralnik y, sobre todo, Peter Higgs. Cuatro de los siete padres de la elusiva partícula.
La simetría de gauge
El trepidante progreso de la física de las partículas elementales tuvo lugar de la mano de un nuevo paradigma: las leyes fundamentales de la naturaleza son el resultado de una adecuada identificación de sus simetrías. Por ejemplo, la teoría de la relatividad especial emerge de manera unívoca de una noción muy sencilla: las leyes de la física deben ser las mismas para distintos observadores que se acercan o alejan entre sí a velocidad constante, denominados observadores inerciales. Y esto es precisamente lo que entendemos por simetría; el hecho de que una observación no sea modificada al cambiar el punto de vista de nuestra mirada. Todos los observadores inerciales son igualmente buenos para la física, y de ello se desprende la teoría de la relatividad especial y su célebre equivalencia entre la masa y la energía.
El electromagnetismo puede verse como el resultado de otra simetría. Una mucho más sutil, aunque aplastantemente sencilla. Para describir a una partícula subatómica con carga eléctrica son ineludibles los números complejos. Éstos no son otra cosa que pares de números. Como si fueran las coordenadas de un punto en un plano. Un plano abstracto, imaginario, que nada tiene que ver con el espacio en el que se mueve la partícula, sino con los íntimos ingredientes de los que está hecha la materia. Imaginemos que se pidiera a dos lectores que dibujen un par de ejes cartesianos en dicho plano. Muy probablemente los representarían en direcciones distintas. Y ninguna elección sería mejor que la otra. De la democrática posibilidad de elegir la dirección de los ejes en ese plano abstracto, conocida como simetría de gauge, podemos deducir las ecuaciones que James Clerk Maxwell escribió a mediados del siglo XIX y que dictan el comportamiento de todos los fenómenos eléctricos y magnéticos.
El bosón de Higgs se presenta como una persona oculta en una multitud, que al cabo de un instante adquiere el aspecto de uno o más de aquellos que la rodean. ¿Cómo distinguirlo? Debemos deducir la distribución de personas ordinarias, e inferir la presencia de personas que sin el Higgs no deberían estar allí.
Es difícil hacer justicia en un texto breve y desprovisto de matemáticas a una construcción tan elegante y profunda. Permítasenos subrayar, en todo caso, que la simetría de gauge es la piedra basal de la sofisticada arquitectura del Modelo Estándar de las partículas elementales.
El problema de la masa
Las fuerzas eléctricas y magnéticas son mediadas por un “campo electromagnético” que llena el espacio. Éste funciona como un brazo invisible que permite que cuerpos cargados puedan atraerse o repelerse, aunque también puede vibrar generando ondas electromagnéticas: la luz. A nivel microscópico estas ondas pueden describirse en términos de excitaciones elementales llamadas fotones; los cuantos de luz. La masa de estos fotones es cero. De hecho, una de las consecuencias más sorprendentes de la simetría de gauge es que resulta incompatible con la masa. Si los fotones tuvieran masa, por pequeña que ella fuera, la simetría de gauge dejaría de existir. Así, pues, esta simetría predice que las partículas de luz no tienen masa, sin necesidad de acudir al laboratorio.
Más allá del electromagnetismo, la simetría de gauge es un ingrediente fundamental en la descripción de todas las interacciones existentes. Desde la fuerza que mantiene unidos a protones y neutrones en el núcleo atómico hasta la interacción gravitatoria que nos mantiene aferrados a la Tierra a la vez que ésta gira alrededor del Sol. Todas son descritas por campos similares al electromagnético, que también pueden vibrar y dar origen a partículas análogas al fotón. Es así como la fuerza nuclear fuerte da origen a partículas llamadas gluones y la fuerza gravitacional a los gravitones (que, por cierto, no han sido observados aún: la naturaleza microscópica de la fuerza gravitacional sigue siendo uno de los grandes misterios de la física). Todas ellas, al igual que los fotones, están irremediablemente desprovistas de masa.
Existe otra fuerza llamada “nuclear débil”, responsable de la desintegración radiactiva de los núcleos atómicos y, en definitiva, de la persistente combustión de las estrellas. Sus partículas asociadas reciben nombres menos glamorosos: W y Z. Sheldon Lee Glashow fue quien modeló por primera vez esta fuerza, unificando a la fuerza débil con el electromagnetismo en la llamada teoría electrodébil, uno de los hallazgos más importantes de la ciencia del siglo XX. Las partículas W y Z debían tener masa, extremo que fue confirmado experimentalmente por el propio CERN en 1983. La teoría de Glashow, sin embargo, hacía uso de la simetría de gauge, obligando a estas partículas a no tener masa. Salvo por esta inconsistencia, la teoría parecía funcionar bien. Había un ingrediente que faltaba: de algún modo la simetría de gauge debía romperse en la teoría electrodébil. Para ello se necesitaba un campo nuevo que llenara el espacio y permitiera explicar la masa de los bosones W y Z, mediadores de la fuerza nuclear débil. Así nació el campo de Higgs que, al igual que los otros, puede vibrar y dar origen a partículas: los bosones de Higgs.
Nacido el 4 de julio
Bosones y fermiones
Todas las partículas elementales parecen girar sobre sí mismas como minúsculos trompos. La magnitud de su giro, el espín, no es arbitraria. Debe de ser, necesaria y exactamente, un número entero (0, 1, 2...,) o semientero (1/2, 3/2...,) de veces cierta constante universal. El universo material resulta dividido, así, en dos grandes reinos: los bosones, de espín entero, y los fermiones, de espín semientero. Ejemplos de bosones son el fotón, los gluones y los mediadores de la fuerza débil: W y Z. Fermiones son el electrón, los neutrinos y los quarks que conforman tanto a neutrones como protones en el núcleo atómico. El reino de los bosones admite la posibilidad de contar con un ejemplar de espín nulo. Esto es, una partícula que no tiene giro intrínseco. Hasta esta semana no había sido observada una criatura semejante. El bosón de Higgs es el primer (y quizás único) miembro de esa estirpe.
Los bosones son partículas que pueden amontonarse en cantidades enormes para dar lugar a un campo distribuido homogéneamente en el espacio. Ésta es la clave para entender el mecanismo de Higgs. El campo en cuestión funciona como una suerte de melaza cósmica que hace que algunas de las partículas que se mueven a través de él encuentren cierta resistencia. Esta resistencia al movimiento es, precisamente, la característica definitoria del concepto de masa.
Una criatura con siete padres
Ya han pasado casi cincuenta años desde su concepción y el bosón de Higgs recién empieza a asomar la cabeza. Para colmo, hasta siete son los padres que reclaman a la criatura nacida del parto más lento de la historia natural. La mayor parte de ellos, octogenarios. El capricho del destino, junto a la rotunda sonoridad de un apellido de una sola sílaba, se han conjurado para que la partícula haya sido denominada bosón de Higgs. La historia dirá, sin embargo, que el primero en concebir la idea de que es posible dar masa a un bosón mediador de una simetría de gauge, a partir de la rotura espontánea de ésta, fue Philip Anderson, en un artículo escrito en noviembre de 1962, quince años antes de recibir el Premio Nobel de Física por otras investigaciones. Posteriormente llegaron los trabajos de Peter Higgs, seguidos de otro de Robert Brout (fallecido el año pasado) y François Englert, y un tercero firmado por Gerald Guralnik, Dick Hagen y Tom Kibble.
Esta semana Englert lamentó emocionado que su colaborador y amigo no haya vivido lo suficiente para estar presente en el parto. No es un secreto para nadie que el premio Nobel está en el horizonte cercano de algunos de los mencionados. Las estrictas reglas de la Academia Sueca sólo permiten que tres científicos lo compartan. Parece claro que Higgs será uno de ellos. Poca duda cabe de que Englert también lo recibirá. Los miembros de la academia tendrán que abrevar en las enseñanzas de Salomón para decidir quién será el tercero.
La partícula elusiva y las redes de la historia
¿Por qué es tan difícil ver al bosón de Higgs? Las razones son varias. La teoría no predice con exactitud su masa, lo que hizo mucho más difícil su búsqueda. De hecho, las investigaciones de las últimas décadas se han orientado a descartar su existencia para un amplio espectro de valores de la masa. Particularmente difícil de escrutar es la región en la que finalmente se lo encontró. Los anuncios del miércoles nos dicen que su peso equivale, por sí solo, a aproximadamente ocho átomos de oxígeno o más de una decena de átomos de carbono. Es decir, estamos hablando de un peso pesado del mundo subatómico.
Al crearlo en colisiones de protones, la propia teoría predice que se trata de una partícula de vida muy fugaz. Su enorme masa le lleva a recorrer una distancia ínfima a lo largo de su corta existencia, de modo que no deja una traza apreciable en las imágenes de las colisiones. El bosón de Higgs transmuta en otras partículas de menor masa, mucho antes de que exista alguna posibilidad de verlo directamente. Interactúa con todas las partículas a las que da masa, de modo que el resultado de su decaimiento es poco distintivo y difícil de diferenciar de la multitud de diversas partículas producidas cuando dos protones muy energéticos colisionan frontalmente. Aquellos decaimientos que son más característicos resultan menos frecuentes, de modo que es necesario “ver” centenares de bosones de Higgs para ser finalmente capaz de identificar alguno.
El bosón de Higgs se presenta como una persona oculta en una multitud, que al cabo de un instante adquiere el aspecto de uno o más de aquellos que la rodean. ¿Cómo distinguir, al ver a una persona ordinaria, si se trata de ella misma o del bosón de Higgs transmutado? No es fácil. Debemos deducir, a través de complejos cálculos teóricos, la distribución de personas ordinarias, e inferir a través de pequeñísimas variaciones la presencia de personas que sin el Higgs no deberían estar allí. El trabajo estadístico es tremendamente complejo, de allí la larga espera. Se necesitaron billones de colisiones para conseguir que los datos de valor se pudieran distinguir del complejo patrón de millones de sucesos aleatorios. Se trata de buscar una aguja en un pajar. La paciencia y la colaboración mancomunada de miles de científicos que trabajan en decenas de países comenzó a dar sus frutos.
Esta semana será recordada por siempre como aquella en la que el bosón de Higgs, finalmente, cayó en las perseverantes redes de la historia del conocimiento humano.