Flavio Narváez llegaba de vuelta a su oficina frustrado. El avión, nuevamente, había caído en la mitad de su vuelo de prueba en Concepción. Era la tercera vez seguida. La razón, no la sabía. En la pista del Club de Aeromodelos de esa ciudad, entre la desembocadura del Biobío y la refinería de petróleo local, un piloto controlaba la aeronave -de 1,70 por dos metros y catorce kilos de peso- desde la tierra. Y, de repente, perdía el control. Y caía y caía. Desde 200 ó 150 metros de altura. “Era complicado llegar a Santiago a contarlo”, dice el mayor Narváez, oficial del Ejército a cargo del proyecto Láscar. “Uno tiende a pensar que cuando fallan estas pruebas, pierde credibilidad. Pero ahí rescato el apoyo que me dieron mis superiores”, comenta.
Eso fue al principio, en 2009. Ahora el Láscar ya está casi listo y va bien encaminado a ser el primer avión no tripulado militar hecho en Chile. La idea es que el drone o UAV, como también se les llama a estos sistemas, esté listo dentro del año que viene y en 2014 podría entrar en producción en Famae. En ese momento, empezaría a servir al Ejército de Chile. “Permitirá la observación del campo de batalla y de las acciones tácticas”, explica Narváez. Sin embargo, el Ejército no sólo le ve aplicaciones militares. El oficial explica que estas aeronaves están destinadas a operaciones que caen en las tres D: dirty (sucias, por ejemplo, donde hay contaminación), dull (aburridas, como la observación) y dangerous (peligrosas). Estas tres D no sólo se quedan en la guerra y la defensa.
“Este tipo de plataformas permiten monitoreo de cuencas hídricas, incendios forestales, búsqueda y rescate de personas. Imagínate si hubiéramos tenido diez UAV para el terremoto: podríamos haber sabido en tiempo real lo que estaba pasando en todas partes”, dice Narváez. Los geólogos pueden usar UAV para observar volcanes en erupción sin arriesgar la vida de los pilotos. El sector industrial, por su parte, puede aprovechar estos aparatos para hacer prospección minera o pesquera o controlar predios forestales, agrícolas y ganaderos.
Todo lo que el UAV sobrevuela, aparece en una de las dos pantallas frente a las que se sienta el controlador del avión. Es un día soleado de enero en la capital de la Región del Biobío y un equipo de la Universidad de Concepción -quienes son los socios del Ejército en este proyecto- acompaña al mayor Narváez en una nueva prueba del Láscar. En el monitor de la izquierda se ve claramente la desembocadura del río y, a medida que el drone cruza hacia el sur, empiezan a aparecer una playa, autos estacionados y algunos veraneantes que se atreven a meter sus pies en las aguas del Pacífico. El avión los mira desde 150 metros de altura, sin que se den cuenta, ya que es silencioso. En el monitor de la izquierda, mientras tanto, la imagen es un tanto aburrida: un mapa satelital, líneas rectas y datos como la velocidad y la altura. Esto es, sin embargo, la clave tecnológica del UAV. Cuando está en el aire y ya no se ve, el piloto lo puede controlar fácilmente desde ahí: hace clic en un punto en el mapa y el avión se dirige hasta ahí; cambia los números en la altura y el avión sube o baja.
“El sistema de control es lo más complejo que tiene todo UAV”, dice Narváez. Éste permite que, en el aire, no haya grandes dificultades. De hecho, si el avión llegara a perder la conexión, tiene un sistema que lo hace volver automáticamente al último lugar donde tenía contacto. “Por esto, lo que se hace más complicado es el despegue y el aterrizaje”, explica el oficial.
Además de en Concepción, el Ejército ya ha probado el drone en Copiapó y en Peldehue. Lo han hecho volar con viento y con llovizna, aunque no con lluvia fuerte aún. Incluso ha participado en ejercicios militares. “En las pruebas hemos volado hasta 47 minutos. Hemos llegado a 2.000 metros de altura, 35 kilómetros por hora de viento y 17 kilómetros de distancia”, dice Narváez. Pero todavía les falta para llegar a sus objetivos: “La meta son 30 kilómetros de distancia, dos horas de autonomía y 3.500 metros de altura. Estoy seguro de que lo vamos a cumplir”.
¿SI ES CHILENO, ES BUENO?
Cuando el avión caía sin razón, todo un equipo compartía la angustia del mayor Narváez. Los investigadores de la Universidad de Concepción corrían a buscar los restos de la aeronave. Una vez lo encontraron entre unas vacas. Otra vez, había caído tan fuerte que tuvieron que desenterrarlo. A la cabeza de ese grupo está Frank Tinapp, ingeniero aeronáutico alemán y jefe del Laboratorio de Técnicas Aeroespaciales de la Universidad de Concepción. “Estaba bien que pasara una vez, pero que pasara una segunda y una tercera ya era muy preocupante”, dice Tinapp. Empezaron a ver pieza por pieza del avión, intentando buscar por descarte cuál era el problema. Entre cada vuelo, pasaba uno o dos meses. En total, fueron seis meses tratando de identificar el error. “Hasta que finalmente encontramos un elemento que estaba generando interferencias en todo el sistema de comunicación electrónica”, explica el ingeniero.
Los dos equipos siempre han trabajado coordinadamente. En la Universidad de Concepción se enfocan en lo aéreo: el avión mismo. En el Centro de Modelación y Simulación del Ejército, del que es parte el mayor Narváez, trabajan fundamentalmente en la plataforma terrestre. Hoy, por ejemplo, en Santiago diseñan el jeep especialmente adaptado para transportar y controlar al Láscar. En Concepción, en tanto, trabajan para mejorar el sistema de aterrizaje. Actualmente el avión aterriza sobre su fuselaje -no tiene ruedas-, pero cuando esté listo, el UAV caerá a tierra con un paracaídas, lo que facilitará su uso.
Este trabajo coordinado entre el Ejército y la universidad es uno de los aspectos que más destacan tanto Tinapp como Narváez. Además, en el proyecto participan empresas privadas. Pero ésta no es la única externalidad positiva. “Si tienes un UAV comprado en el extranjero y se te cae, lo perdiste. No sabes cómo recuperarlo, cómo armarlo. No sabes lo que hay detrás”, dice Flavio Narváez, “pero cuando tienes el conocimiento, es fácil. Nosotros recuperamos el 80% de los componentes cuando hay un problema. Ése es el aprendizaje que rescatamos de todas las caídas”. La última vez que el Láscar se cayó, en menos de dos días ya lo habían reparado y estaba listo para volar.
Hasta el momento, el proyecto ha implicado una inversión de 150 millones de pesos. Sin embargo, en el Ejército explican que permitirá un ahorro en mantenimiento. “Hoy gran parte de nuestros sistemas la estamos comprando en el extranjero, pero te dejan amarrado con el mantenimiento, el soporte, las actualizaciones”, dice Narváez, “eso es costoso y, a la larga, es más caro el mantenimiento que el mismo equipamiento”. Además, una vez que se pase a la fase de comercialización, el UAV terminado tendría un costo del orden de un 30% más bajo de lo que se ofrece en el mercado, según estimaciones del Ejército.
A esto se suma el hecho de haber construido algo adaptado a la realidad chilena. “Es un traje a la medida para los requerimientos del Ejército”, dice Narváez. Por esto, lo hicieron altamente resistente al viento, ya que en la costa del norte chileno ése puede ser un tema complejo. A su vez, el UAV no es capaz de llevar armamento, como los modelos que Estados Unidos utiliza en Afganistán o los que Israel aprovechó en la última operación en Gaza. “En este mundo hay de todo: desde nanodrones hasta el más grande de todos, el Global Hawk, que puede durar 72 horas de vuelo”, explica el oficial Narváez, “pero para que Chile llegue a fabricar un sistema armado, estamos a diez o quince años”.
Por ahora, en el Ejército se contentan con un sistema que permite observar y monitorear. Y también se alegran de no tener miedo al fracaso. “Hoy sabemos que el avión se va a caer. Esa es la idea, de hecho. En algún momento tendremos que estresarlo, llevarlo a sus límites, para saber cuánto puede hacer”, dice Narváez. Por eso, cuando ese día soleado de enero el avión aterriza mal, no se preocupan. Saben que es la parte difícil, al menos hasta que esté funcionando el paracaídas. El piloto lo acerca de manera manual a la pista de aterrizaje, pero un viento cruzado lo desestabiliza y, al tocar suelo, el UAV se va para el lado. Una de las alas golpea fuerte un fierro enterrado en el suelo y se separa del cuerpo del avión. Frank Tinapp camina -ya no corre como antes- a ver los daños. El ala tiene un hoyo de cinco centímetros de profundidad. “Pero la parte electrónica está perfecta”, dice el académico.
“Cuando hay problemas, obviamente hay que tratar de conocer las causas. Pero hoy ya no tenemos miedo”, comenta Flavio Narváez, “y si se cae, se cayó”.
“No hay evolución sin fracaso”, le responde Tinapp.