"Es necesario un concilio sobre el divorcio"
-¿Las iglesias protestantes no tienen estructuras semejantes? ¿No son necesarias para tutelar la libertad religiosa y el espacio público que necesita la Iglesia para difundir sus valores?
-Las iglesias protestantes no tienen estructuras tan centralizadas y poderosas como la nuestra. Desde este punto de vista, son más débiles que la Iglesia católica, pero en otros aspectos están más cohesionadas con los fieles.
-El problema que usted plantea existe, indudablemente. ¿Afecta a los obispos? Quizá la figura del Papa, que existe sólo en la Iglesia católica, tiene como consecuencia cierto temporalismo que ha sobrevivido al poder temporal propiamente dicho.
-El Papa es ante todo el obispo de Roma. Para nosotros, los católicos, es el vicario de Cristo en la tierra y le debemos amor, respeto y obediencia, pero sin olvidar que la Iglesia apostólica se erige sobre dos pilares: el Papa y su comunión con los obispos. Recuerdo que en el consistorio que precedió al último cónclave hubo un debate preliminar para realizar una especie de retrato robot del futuro pontífice. Cuando me tocó hablar a mí, dije que nosotros debíamos elegir al obispo de Roma. Quería decir con ello que siempre prevalece la capacidad y la vocación pastoral por encima de la diplomática o la teológica.
-¿Usted dijo eso? ¿Que ustedes, el cónclave, debían elegir al obispo de Roma?
-¿Le parece una herejía? Y sin embargo, éste es el mandamiento constante según la doctrina y la tradición evangélica.
El tiempo pasaba y aún había muchos temas que me habría gustado discutir con el cardenal Martini, pero temía cansarle demasiado. Se lo dije, pero me respondió que podíamos continuar.
Había un tema que me interesaba especialmente. Le dije que al leer su último libro, el que había escrito con Verzè, me había parecido entender que se inclinaba hacia otro concilio, una especie de Vaticano III. ¿Se ha debilitado el impulso del Vaticano II? ¿No habría que retomar el discurso y llevarlo más adelante? La respuesta que me dio me pareció muy innovadora y también imprevista.
-No pienso en un Vaticano III. Es cierto que el Vaticano II ha perdido parte de su impulso. Quería que la Iglesia se enfrentase a la sociedad moderna y a la ciencia, pero este enfrentamiento ha sido marginal. Aún estamos lejos de haber afrontado este problema y casi parece que hemos dirigido nuestra mirada más hacia atrás que hacia delante. Habría que retomar el impulso, pero para hacerlo no es necesario un Vaticano III. Dicho esto, yo soy partidario de otro concilio, es más, lo considero necesario, pero sobre temas específicos y concretos. Considero que habría que poner en marcha lo que se sugirió, o mejor dicho, decretó, en el Concilio de Constanza, es decir, convocar un concilio cada 20 ó 30 años, pero con un solo argumento, dos como mucho.
-Esto supondría una revolución en el gobierno de la Iglesia.
-A mí no me parece. La Iglesia de Roma no se llama apostólica por casualidad. Tiene una estructura vertical, pero al mismo tiempo también horizontal. La comunión de los obispos con el Papa es un órgano fundamental de la Iglesia.
-¿Y cuál sería el tema del concilio que usted desea?
-La relación de la Iglesia con los divorciados. Afecta a muchísimas personas y familias, y desgraciadamente, el número de personas implicadas aumentará, así que hay que afrontarlo con sabiduría y visión de futuro. Pero hay otro argumento que debería afrontar un próximo concilio: el del curso penitencial de la propia vida. Verá usted: la confesión es un sacramento extremadamente importante, pero ya exangüe. Cada vez son menos las personas que lo practican, pero, sobre todo, su ejercicio se ha convertido en algo casi mecánico: se confiesa algún pecado, se obtiene el perdón, se recita alguna oración y se acabó. Es la nada o poco más. Hay que devolver a la confesión una esencia auténticamente sacramental, un recorrido de arrepentimiento y un programa de vida, una confrontación constante con el propio confesor; en resumen, una dirección espiritual.
Nos levantamos. Me dijo que había leído mi último libro, El hombre que no creía en Dios, y que había encontrado algunas concordancias con su visión del bien común. Le di las gracias. Yo me siento muy cercano a usted, le dije, pero no creo en Dios, y lo digo con total tranquilidad de espíritu.
"Lo sé, pero usted no me preocupa. A veces, los no creyentes están más cercanos a nosotros que muchos falsos devotos. Usted no lo sabe, pero el Señor, sí".
Sentí la tentación de abrazarlo, pero estamos los dos algo temblorosos y habríamos corrido el riesgo de acabar en el suelo. Nos estrechamos la mano prometiendo volver a vernos pronto.