En Mendoza, los argentinos no lo quieren reconocer. A la primera responden que no, que está todo bien, que hay buena onda. Pero ante la insistencia y la observación, en las calles y en las plazas, uno obtiene una verdad que se mantiene secreta: los mendocinos odian a los chilenos, que llegaron como una tribu bárbara a invadir la ciudad, comiendo, tomando y gritándoselo todo, con la excusa de ver a la selección en la Copa América.
La marea roja que está inundando Mendoza trae consigo a muchas especies distintas: desde Iquique a Punta Arenas, vinieron familias enteras, universitarios borrachos, viejos sin sus viejas y algún solitario mochilero. También llegaron artesanos a vender, revendedores a estafar y ambulantes a hacer negocio. Pero a casi todos los une, más allá de la supuesta pasión por el fútbol, un ánimo invasivo que marca presencia en cada esquina con la mayor cantidad de alboroto, hambre, dinero, camisetas, banderas y ceacheís posible. Y eso, a los tranquilos locales, los tiene visceralmente podridos.
Mendoza, se sabe, siempre tuvo de los nuestros en sus calles: desde los turistas de fin de semana hasta los universitarios que se vinieron a estudiar gratis, pasando por los que alguna vez fueron expulsados del país, sea por la política o por las oportunidades. Pero nunca tuvo a tanto chileno siendo lo más chileno posible, a tanta chilenidad vigorizada hasta la caricatura, ridiculizándose a sí misma en su patriotismo exagerado y muy rojo. Una estridencia que se viste siempre con la ropa oficial de la selección, y que llena los tenedores libres y los locutorios, que toca la bocina cada vez que ve a un compatriota y que obliga a que cada televisor de cada bar o restorán sintonice la señal internacional de TVN. Los mendocinos, con esto, se frotan las manos por la plata que esta invasión va a dejar, pero también respiran hondo por la rabia que sienten al verlos pasar.
Eso sí, ellos no lo dicen. "Está todo tranqui", dice la recepcionista de un hostal reventado de camisetas de Alexis Sánchez en movimiento. "No, son muy chistosos", dice el dueño de un minimarket, aburrido de venderle alfajores y cervezas Quilmes a gente que lo trata de hueón y de perro, las dos palabras más escuchadas en la ciudad esta semana. No lo van a confesar, porque es su trabajo, están entrenados para soportarlo, pero Juan, un chileno que se crió en Mendoza, no se hace problemas. "Acá, aunque viven muchos chilenos, todos los odian", dice, masticando una pizza de mozzarella. Juan, de cara chilena pero de personalidad y acento argentino, parece no tener compromisos con ningún bando, y por eso cuenta que "acá la mitad de Mendoza es argentina y el resto son inmigrantes peruanos, bolivianos y chilenos. Nadie tiene problemas con nadie, excepto con los chilenos". Mastica, traga y sigue. "Nadie te lo va a decir, pero verlos a todos en la Plaza Independencia, gritando y armando quilombo, les rompe las pelotas".
La Plaza Independencia es la plaza central de la ciudad, y está justo enfrente del hotel donde se concentra la selección chilena. Por esas coincidencias cursis de la vida, la calle que separa la plaza del hotel se llama, cómo no, Chile. Y ahí están todos: los que estiran una bandera gigante; los de la tele, los chilenos que no tienen dónde ir, los que no saben dónde ir y los que no saben qué hacer. Y si uno se fija, puede ver a los mendocinos que pasan caminando, manos en los bolsillos, mirada de sospecha, exhalando para pasar el mal gusto de ver cómo su ciudad de siempre dejó de ser suya por un par de semanas.