Cuando Roberto llegó al Liceo de Hombres de Puerto Montt, donde habían estudiado sus hermanos mayores -dos ex puntajes nacionales en la Prueba de Aptitud Académica -, los profesores lo miraban ilusionados. "Llegó otro Candia", corrían la voz.
A Roberto, escuchar eso le provocaba unas desagradables cosquillas en el estómago. Sabía que no pasarían ni tres semanas para que se sacara su primer rojo. "Era un cero a la izquierda. No era ni ordenado ni estudioso. Era un porro", dice mientras pega el primer sorbo a su café cortado. "Al final, no sólo yo no tenía expectativas de mí mismo; mis profesores tampoco. Ellos mismos me hicieron creer que no lograría ningún objetivo en la vida".
Pero había un lugar donde Roberto sí era meticuloso y aplicado: la pieza oscura que su padre, un fotógrafo aficionado, montó artesanalmente en su casa. Allí lo ayudaba a revelar las fotos familiares y usó por primera vez una cámara. Era una Mamiya ZE2 de 35 milímetros. Tenía 12 años.
Entonces, cuando terminaba cuarto medio, en 1989, Roberto anunció en su casa que quería ser fotógrafo. Sus padres, sin mucha fe, lo fueron a dejar al terminal para que viajara a Santiago a estudiar. No lloraron tanto como cuando sus hermanos dejaron Puerto Montt para ir a la universidad. Estaban seguros que a los tres meses su hijo menor estaría de regreso.
Pero ocurrió lo contrario. Roberto se encerró a estudiar y a trabajar.
Han pasado 21 años. Y, por estos días, Candia expone en París las imágenes que tomó en el campamento Esperanza durante el rescate a los 33 mineros, con su iPhone. Y el año pasado fue declarado Ciudadano Destacado de Puerto Montt, después de que su foto del artesano Bruno Sandoval sosteniendo la bandera chilena embarrada por el tsunami que azotó a Pelluhue, recorrió el mundo.
La foto la tomó a los 38 años, después de una larga carrera que partió en La Época, siguió en La Tercera y luego en la agencia Associated Press (AP), donde lleva 14 años como corresponsal. Ha cubierto juegos olímpicos, mundiales de fútbol y tragedias como el terremoto y el tsunami, que marcó su vida en un antes y un después.
La madrugada del 27 de febrero de 2010, Roberto pasaba las vacaciones en Talca junto a su familia. La ciudad fue una de las más devastadas por el terremoto. Pero no había un minuto que perder. Entonces, tomó la cámara y se fue al Sur.
Una suave voz le suplicó: "No te vayas, no me dejes solo". Era su hijo Diego, de 7 años, que no paraba de llorar.
En el momento, Roberto sintió que no tenía opción. Manejó entre los escombros hacia la zona del tsunami. Por el camino escuchó llantos; vio cadáveres. De pronto, en Pelluhue, su lente se cruzó con la figura de Bruno Sandoval. "Es la foto más importante de mi vida, pero no la mejor. No satisface al mundo de los fotógrafos con los aspectos estéticos ni compositivos, pero tuvo una forma única de llegar a la gente".
Pero hay algo en esa imagen que le generó inquietud. "Hoy siento que el fotoperiodismo está en crisis. Hay un excesivo esteticismo, al nivel que los horrores terminan siendo bellos en vez de llamar a sensibilizar".
Roberto toma el último sorbo del café. Y dice que a los 40 años, inevitablemente uno se pone más reflexivo, que no es un cliché sentirse así, que ahora a uno lo que más le preocupa es el futuro, la familia, que todos estén bien. Entonces, dispara: "Pienso en el terremoto y si tuviera que tomar la decisión de irme a reportear, no lo volvería a hacer. Porque hoy, pese a todas las satisfacciones de esa foto, nada tiene más valor que estar junto a tu hijo cuando más te necesita".