Esa pequeña manguera por la que entraba el oxígeno se enredó. Y él, Juan Andrés Godoy, no lo pensó mucho, porque si pensaba mucho, se moría. Estaba a más de 20 metros de profundidad en el mar, y entendió que ya no había aire, así que empezó a ascender. Pero de pronto comenzó a tragar agua y la superficie aún se veía lejos, así que soltó las piezas de plomo que lo ayudaban a estar sumergido y subió rápido.
De aquella situación -la más peligrosa que ha vivido este pescador y buzo mariscador- han pasado ya varios años. El resto, bajo el mar, ha sido tranquilidad. "Abajo es otro mundo. Hay colores y formas que no existen acá en la tierra", dice Juan Andrés.
Acá arriba, en la Caleta Zapallar, trabaja hace más de 20 años. Su padre era pescador y le enseñó el oficio. Dice que la vida del pescador en Zapallar es tranquila y que tiene la ventaja de poder cobrar mejor precio por lo que pesca.
Pero allá abajo, en ese lugar donde puede pasar tres o cuatro horas al día buscando mariscos o tratando de cazar algún pez, la vida es otra; la vida, en rigor, consiste simplemente en eso: en nadar y buscar, mientras arriba debe pensar en otras cosas: en que vive de allegado en la casa de un tío, en su hija de 12 años que vive en Santiago y que a veces lo visita, en la espera del subsidio para tener, por fin, una casa propia.
Por eso él es feliz abajo, en ese otro mundo. Si tuviera que volver a elegir, nuevamente optaría por ser pescador y buzo, a pesar de que sabe que abajo algunos peces están desapareciendo y que cualquier día puede que se acaben para siempre.