La vida de Luis Masferrer se parece, a ratos, a la vida de un personaje de Roberto Bolaño: un chico que crece en Gran Avenida -entre las comunas de La Cisterna y San Miguel-, hijo de una madre que es auxiliar de enfermería y de un padre que trabaja en distintas cosas, hasta que logra poner un taller de artículos de seguridad industrial. Un hijo de la clase media chilena que decide estudiar Derecho en la Universidad Andrés Bello, porque es la que le ofrece más porcentaje de beca -25%- de acuerdo a su puntaje. Un universitario que se irá interesando en el Derecho Público y que terminará vendiendo un auto para poder estudiar un doctorado en Salamanca, España. Un joven que cuando se le acabó la plata, tuvo que trabajar los jueves, viernes y sábados, de barman, en el bar La posada de las almas, donde ganaba 18 mil pesos que le permitían sobrevivir cada semana. Un estudiante que postuló a todas las becas imaginables para poder terminar el doctorado, porque no quería regresar a este país con las manos vacías, porque estaba seguro de que eso se parecía mucho al fracaso y él sabía que no debía fracasar. Un chileno que ganó una beca para irse a terminar su tesis doctoral a la UNAM, en el D.F.; sí, tal cual, como si fuera un personaje de Bolaño. Un hombre que finalmente entiende que volver no es fracasar, y que decide hacerlo con la tesis a medio a camino -una tesis acerca del financiamiento universitario-, justo cuando en Chile se está poniendo en marcha la Reforma Procesal Penal. Un profesional que entrará a la Defensoría Penal Pública y que vivirá varios años entre las regiones de Antofagasta y de Los Lagos, recorriendo los distintos centros penitenciarios, conociendo una realidad en la que entenderá que la problemática de los derechos humanos, en la actualidad, está ahí, en ese lugar y que la sufren los reos y los funcionarios. Un abogado que en mayo de 2010 asume como director de Gendarmería sin siquiera imaginar lo que iba a ocurrir ese 8 de diciembre, sin pensar que, efectivamente, viviría una escena que podía estar en alguna novela de Bolaño, de ésas donde la violencia y el horror aparecen con la fuerza de un golpe en la cara, un golpe que puede fracturar algo.
"Me llamaron cuando faltaban cinco minutos para las seis de la mañana: 'hay un incendio en una de las torres de la cárcel de San Miguel', me dijeron. Me vestí rápido y llegué en media hora. Ahí empezó el día más difícil de mi vida ", dice.
Ahí, a las 6:30 a.m, comienza la fractura. Ahí, en el patio de la cárcel, Luis Masferrer no sabe que ese día va a ser el más largo de su vida, porque esto es grave, porque hay muchos muertos, porque es la tragedia más grande que ha sufrido Gendarmería. Ahí, él pide que lo lleven al cuarto piso de la torre 5 -donde comenzó todo-, y sube por las escaleras y las imágenes que verá a continuación no se borrarán nunca de su cabeza: el olor a azufre, la oscuridad, el humo, los bomberos, los cadáveres en el suelo, las personas quemadas y abrazadas en los baños.
"Son imágenes duras", dice, "pero también son las imágenes que me dan fortaleza para seguir trabajando y evitar que algo así vuelva a ocurrir. No sé cuándo acabó ese 8 de diciembre. Creo que tuvieron que pasar varios días para que terminara".