Por quepasa_admin Agosto 18, 2011

"Estudié Medicina en la Universidad de Concepción. Nací en esa ciudad y mis padres trabajaban como docentes ahí. Estaba entre Arquitectura y Medicina, pero me fui por lo último porque me gustaba más la biología. Cuando salí de la universidad, decidí que quería trabajar con niños. Por eso me vine a Santiago, a seguir especializándome al Calvo Mackenna. Entre otras cosas, hice una formación en trasplante de médula, que es la unidad donde actualmente trabajo. Acá recibimos niños, la gran mayoría con cáncer, y se trasplantan cuando no alcanza sólo con la quimioterapia. Pero es difícil. Los tratamientos oncológicos son relativamente largos y con harta carga, tanto física como emocional. Hay veces que la familia vive con esta suerte de espada que les cuelga arriba. En este tratamiento, de cinco a diez años, los niños van a través de etapas. Y a medida que pasa el tiempo, el riesgo de aparecer se aleja, pero siempre existe la probabilidad de recaer.

Hay gente que dice que a los 40 les da una suerte de crisis. Bueno, yo sólo tengo 40 hace un mes no más, así que tampoco puedo decir mucho. Pero lo único que siento ahora es que a medida que avanza la vida, uno está más establecido. Me siento totalmente a gusto con lo que hago. Me gusta trabajar con niños porque tienen harta fuerza para recuperarse. Y tú los ves que están en cama, pero de alguna manera buscan energías para jugar.  Acá están hospitalizados un mes y es gratificante ver cómo vuelven a su vida normal: cuando regresan al colegio, cuando pueden comer lo que quieren. Lo complicado es que no sólo hay que lidiar con el paciente, sino también con la familia. Y ahí se genera un lazo fuerte. Uno tiene que ser el apoyo para la familia y para los niños. Eso significa estar bajo harta presión. Uno busca darles la mejor atención desde el punto de vista médico, pero también hay que contenerlos emocionalmente. La idea no es involucrarse tanto como para que uno termine perjudicado. Que no pase lo que sucede en Cuidados Intensivos, donde hay un burn out, la gente como que se quema con el tipo de trabajo, que es altamente emocional. Por eso hay que llegar a ese equilibrio, que no es tan fácil. No sirve esa enfermera o médico al que nada le importa mucho. Tampoco el otro lado, porque yo no me puedo poner a llorar con la mamá todos los días. Pero sí le puedo manifestar que a mí también me duele lo que le está pasando a su hijo, y me importa, y lo siento, porque, además, si uno tiene hijos, tú igual te pones en el lugar de ellos.

Claramente perder un hijo es un dolor que no se olvida, hay que aprender a vivir con eso. Yo tengo dos hijos; Clemente de once años, y Mariana de siete. Entremedio de ellos, perdí una guagua con cinco meses de embarazo. Por eso sé que uno aprende a vivir con ese tipo de dolor. Y cuando uno ve acá familias que pierden hijos, hay dos cosas que pueden ocurrir. Que la familia se refuerce o que no soporte ese dolor y la familia se desarme. Es algo muy fuerte ver a una madre llorando por la pérdida de su hijo. De todas maneras, en esta profesión sirve ser mamá, porque uno tiene más facilidades para acercarse a los niños, y en el fondo, se les puede hablar de las cosas que les gustan o uno sabe hacerlos reír. Como cuando uno entra a una habitación y el niño está viendo televisión y le hablas de los monitos que está viendo y te pregunta: '¿Y usted los conoce?'. Y uno le dice: 'Claro, yo también conozco esos monitos'".

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