Al ver La muerte de Pinochet, un nuevo documental de Bettina Perut e Iván Osnovikoff, es inevitable recordar a ese decadente promotor de boxeo retratado en Un hombre aparte, uno de los primeros trabajos de esta dupla.
Ese patetismo ahora se extrema en La muerte de Pinochet, película que registra lo que pasó a partir de la muerte del dictador, ese 10 de diciembre de 2006: están las tomas de sus partidarios y los gritos destemplados ("Y no se suicidó"), la cobertura de la prensa, imágenes de su funeral, y el testimonio de varios pinochetistas y un opositor al general.
Lo que podría haber sido un estudio del fanatismo (ya registrado con mejores resultados en I love Pinochet, de Marcela Said) se diluye por un formalismo forzado, donde abundan primeros planos de bocas, ojos, arrugas. Es un discurso sobre el cuerpo, muy potente visualmente, pero que carece de espesor en el contenido y que no ofrece un mayor contexto. Los personajes parecen atrapados en un insectario, pulcro e impecable, pero carente de vida. Eso es lo que se echa de menos aquí. Las historias de vida que se esconden más allá del gesto grotesco.