En mi primer día de clases en el año 1976, en la Escuela de Economía de la Universidad de Chile, un profesor nos dio una charla magistral en la sala de conferencias de la vieja casona de calle República.
Nos dijo que la educación universitaria gratuita era regresiva. "Mírense ustedes, los rubios son más que los morenos y los con apellido de origen extranjero y de colegios particulares son más que los de origen local y de colegios públicos", dijo. "En Chile, y por años, han sido los pobres los que han financiado las carreras de las personas de mayores recursos".
Si bien aún yo no entendía de recursos escasos y de esquemas de distribución de ingresos regresivos, ni nada por el estilo, la idea anterior me pareció lógica. Sin embargo, lo que no tenía lógica es que yo pensara así.
Crecí en Renca y Cerro Navia. Estudié ahí hasta quinto básico, mis padres eran empleados fiscales y había terminado mi enseñanza media en un colegio público (aunque el mejor de Chile). De esa etapa recuerdo a mis compañeros de escuela en Cerro Navia, que no tenían el estímulo de sus familias para aspirar a cosas mejores como, por ejemplo, ingresar al Instituto Nacional.
Recuerdo mi sala de clases de tercero básico, que estaba en un pasillo en el patio y que sólo la cubrían unos trozos de madera terciada quedando gran parte de ella a la intemperie. Vi a compañeros desmayarse por la falta de desayuno y con manos llenas de sabañones por el frío. El sándwich que me daba mi madre fue siempre insuficiente para compartir a la hora del recreo.
Luego entré a la universidad en un período de matrícula escalada, que dependía de la renta de los padres. En mi primer año pagué el monto máximo, a pesar de que era un desafío presupuestario para la familia. Me llamaba la atención que pagaba más que muchos que incluso tenían un auto. Así aprendí que los hijos de los trabajadores dependientes, con rentas objetivamente verificables, corríamos con desventaja. El pago de acuerdo con el nivel de ingreso familiar, si no se puede medir bien, no es una buena política.
Ni pensar en huelgas ni en congelar semestres. La percepción del esfuerzo de mis padres me obligaba moralmente a no repetir un curso. Me obligaba a una tarea continua que evitara despilfarrar el dinero invertido en mi educación. Aprendí también que la percepción del esfuerzo condiciona el comportamiento.
Cuando oigo hablar a los actuales dirigentes estudiantiles, que en su mayoría vienen de colegios particulares, tengo la sensación de que tienen un campo visual limitado y que no conocen a los que dicen defender. No piensan en la mayoría silenciosa que ni siquiera tendrá la oportunidad de que sus hijos terminen el colegio y menos una carrera universitaria.
Si los recursos se gastan en matrículas gratis, no se invertirán en mejorar la calidad de la enseñanza. Así, se reducirán los incentivos para ser buen alumno, y creo que aun serán menos los que en el futuro podrán contar mi historia.