Y al final sucedió lo inevitable. La madrugada del martes, la policía de la ciudad de Nueva York rodeó el Parque Zuccotti y expulsó al par de centenas de personas que mantenían la toma de Occupy Wall Street. Faltando apenas dos días para que los manifestantes cumplieran dos meses en el lugar, la ocupación que capturó la imaginación de gran parte de Estados Unidos y tuvo repercusión en el extranjero llegaba a su fin.
La gran pregunta es por qué el responsable de tomar esa decisión, el alcalde Michael Bloomberg, no lo hizo antes. Sus facultades para ponerle fin a la situación nunca estuvieron en duda. Por ello, sólo cabe suponer que esperaba el momento político correcto, una vez que pasara la explosión de euforia permitida por la osadía de "tomarse" Wall Street y los peores enfrentamientos con la policía.
Y es que a Bloomberg -un multimillonario libertario y llevado de sus ideas- lo han acusado de muchas cosas, pero nunca de tonto. Tras el desconcierto inicial ante la descabellada ocupación de Zuccotti, Bloomberg prefirió la distancia, y comenzó a poner sobre la mesa sus distintos argumentos contra la ocupación. Así, como quien prepara sin apuro un jaque mate, una semana la preocupación fue la higiene en el parque; y más adelante fue el peligro de incendio, el ruido que molestaba a los vecinos y los delitos que comenzaban a reportarse en sus inmediaciones.
Paralelamente, el alcalde comenzaba a usar el único lenguaje propiamente estadounidense: el de su Constitución.
"La Constitución no protege a las carpas", dijo Bloomberg a mediados de octubre, sin sarcasmo en su voz. "Lo que protege son los derechos de libre expresión y de reunión".
En otras palabras, estaba recordándoles a los manifestantes que al dejarlos "ocupar" el Parque Zuccotti (que, nunca está de más recordarlo, originalmente se llamaba "Liberty Plaza") les estaba concediendo un privilegio.
Con todas las fichas en su lugar, el alcalde decretó el operativo en el más completo secreto, y el sorpresivo ultimátum de desocupar o ser arrestados no se tradujo en violencia excesiva, aunque sí en 140 arrestos. El mismo martes, un juez del estado de Nueva York se pronunció sobre una petición de medida cautelar de los ocupantes que les habría permitido volver a instalar sus carpas, validando con ello la tesis constitucional del alcalde. Así, una vez que el parque había sido limpiado y estaban claras las nuevas normas, muchos regresaron, aunque bajo las nuevas reglas: sin acampar, sin dormir en el suelo.
¿De qué sirvieron, entonces, estos dos meses de ocupación de Wall Street? De partida, cambiaron el tono del debate político estadounidense. La idea de que quienes no somos millonarios conformamos un mítico 99% es, por ahora, parte de nuestro lenguaje cotidiano, y probablemente le dé forma a la campaña presidencial del próximo año.
Pero quizás lo más interesante de estos dos apasionantes meses haya sido ver a este movimiento pasar de ser algo que nadie tomaba en serio a un despertador de las adormecidas conciencias de la izquierda estadounidense. Un movimiento que, por no tener líderes evidentes, se convirtió en una fuerza intangible e impredecible, que está en todas partes y ninguna al mismo tiempo. De hecho, pocas horas antes del desalojo, los editores de Adbusters, la revista anticonsumo canadiense que gatilló el movimiento, habían hecho un llamado a "declarar victoria" y levantar las acampadas durante el invierno boreal, para volver con más fuerzas y nuevas ideas durante la primavera. Pero como en una buena familia, los niños que su idea había engendrado ya no estaban escuchando: tenían ideas propias.