Es difícil para un hijo escribir sobre su madre sin caer en los naturales y comprensibles lugares comunes. Sin embargo, y corriendo este riesgo, he aceptado la invitación a hacerlo que gentilmente me ha hecho revista Qué Pasa. Trataré de escribir algunas palabras sobre Paulette Piñera Carvallo, quien falleció el sábado pasado. Me atrevo a hacerlo, más allá de mis pudores de hijo, porque creo que fue una mujer especial. No porque murió a los 97 años, ni porque representara una época que se fue, sino que, por el contrario, por pensar que era una persona única, hoy a su edad y en pleno siglo XXI.
Fue especial, no tan sólo por haber formado una larga familia, que con su amor supo mantener en completa unidad y cariño. Donde, ante ella era igual ser hijo, nieto, bisnieto, nuera o yerno, teniendo la maravillosa sensibilidad de hacerlos sentir a cada uno como su regalón y especial amigo, cualquiera fuera su edad.
Más allá de esto, a mi juicio, lo que más la distinguió como ser humano fue el poseer una cualidad un tanto escasa en nuestra sociedad moderna, evaluada por los éxitos o las apariencias y muchas veces escondida entre soledades y angustias. Fue, a diferencia de las tendencias actuales, una mujer tremendamente acogedora.
Acoger no es sólo una característica propia del carácter, la personalidad o la simpatía. Es mucho más profundo que ello.
Acoger es una expresión del amor hacia las personas, a quienes sin distinciones o diferencias se les recibe y se les brinda simplemente cariño. Acoger es una señal de respeto por la dignidad de cada ser humano, es saber comprender sus diversidades o debilidades y no levantarse como juez de nadie. Acoger es una manifestación de humildad y sencillez, de no colocar distancias o barreras levantadas por la soberbia, la ostentación, los lujos ni los poderes. Acoger es una delicada sensibilidad del espíritu, que exige inteligencia y dulzura, para conocer el valor de la paz interior que hace aprender a escuchar más que a protagonizar.
Quienes quieren y pueden acoger a otros construyen trascendencias. Generan cercanías, amistades, cariños y vidas en común, familias, recuerdos y respeto. Traspasan generaciones y viven con lo simple y esencial. No pierden tiempo en superficialidades ni dejan con ello de gozar intensamente la vida. No tienen tiempo que perder. Siempre hay una alegría que transmitir, un apoyo que dar y un dolor que compartir.
Y es ésa su agenda diaria: estar ahí siempre para… acoger.
Mi madre supo estar siempre ahí, en su casa de avenida Presidente Errázuriz, en su sillón del escritorio del segundo piso, con su moño blanco y su sonrisa espontánea, esperando a todos quienes llegaran para entregarles algo de cariño, un poco de humor y simpatía, siempre dispuesta a escuchar y entregar "unas palabritas" especiales para quien la visitaba. Viviendo para acoger.
Son los grandes constructores de paz y armonía. Como dijo su nieto Patricio Fernández Chadwick al despedirla en sus funerales: "… Su presencia neutralizaba cualquier violencia en el mundo…".
Son los que entienden de verdad el amor. Paulette, mi madre, creo que entendió bien de esto….
Hace algunas noches atrás, al leer una pequeña agenda que ella había escrito para ser leída después de su muerte y que había llamado precisamente "Après ma mort", me permitió pensar con tranquilidad en ella y entre sus líneas verla reflejada en todos sus cariños. Al llegar a sus páginas finales, me sorprendió cuando leí: "Estaré en la iglesia Santa Elena, con las oraciones de San Benito, las canciones de Camila (su nieta) y el "Gracias a la Vida" cantado por Miguelito (su sobrino y ahijado) ... ". Y así fue. Sin saberlo logramos hacerla sonreír el día de su partida… como ella lo hizo cada día de nuestras vidas.