Por Juan Pablo Garnham Mayo 24, 2012

Louis C.K. no parece un millonario, pero desde diciembre ciertamente lo es. Decidió vender su especial de stand up a través de su sitio web -saltándose a iTunes- y en apenas dos semanas consiguió más de un millón de dólares. Tampoco parece ser una de las cien personas más influyentes del mundo, como lo señaló Time hace un mes. Más bien parece un vecino cualquiera. Clase media gringa. Dos hijas. Cuarenta y cuatro años. Divorciado. Te lo cruzas cuando sales de tu casa y te saluda. No habla mucho. De repente ve que tienes problemas con tu auto, se te acerca y saca sus herramientas y te ayuda un poco. Al día siguiente te lo topas en el supermercado con sus niñas colgando de sus brazos o en el café, a la vuelta de la esquina, comiéndose unos huevos con jamón. En esa normalidad aparente está su truco.

Porque, de un momento a otro, Louis C.K. rompe esa apariencia de rutina vecinal y te planta en tu cara una verdad del porte de un edificio. Te habla de ser papá divorciado, de masturbación, de la inmigración mexicana -a pesar de su apariencia, él es mexicano por parte de padre y creció en el DF - con voz seca, franca e inusualmente común. Está tomándose una cerveza contigo y, de repente, mientras come maní en la barra y termina su schop, te dice algo que te queda dando vueltas. Y ahí entiendes por qué en The Atlantic lo definieron como “la impensada conciencia de Estados Unidos” y por qué todos hablan de él en el mundo de la comedia. Y por qué vale la pena escucharlo, a pesar de que no parezca más que un estadounidense promedio.

 

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