Por Marisol García Agosto 23, 2012

 

Ocuparse en la música pop es, en buena medida, un ejercicio de selección y diálogo con referentes que lo han antecedido a uno en el esfuerzo. Por eso, Madonna -una brillante recicladora cultural- se ha quedado de pronto huérfana de fuentes a las que citar. ¿Ejemplos de cantantes jóvenes, rubias y ambiciosas que le ayudaron hace unas décadas a moldear su carrera? De Debbie Harry a Nancy Sinatra, ¡cientos! ¿Estrellas musicales cincuentonas que hayan conseguido combinar su madurez con la vanguardia de tendencias? Pues ahí la heroína pop hoy camina a tientas, casi sin ejemplos a los que aferrarse. Como podía preverse, en el experimento por ser una matriarca con onda la entretenedora de 54 años no ha podido dejar de tropezar.

En el descampado de su propia particularidad, Madonna se ha encontrado, de golpe, con demasiados caminos y ninguna brújula. Como nunca antes, se la nota perdida, abordando con pueril entusiasmo carros que, desde hace al menos un año, dejan en evidencia su incomodidad. MDNA, el disco que publicó hace cinco meses, no es un buen trabajo -el propio William Orbit, uno de los productores, atribuyó su decepcionante sonido al apuro con el que hubo que trabajarlo en estudio-, pero eso no necesariamente debía ser una causa inhabilitadora para quien tuvo ya desaciertos en American life (2003) o Hard candy (2008) y siguió campante. El problema es que la promoción del álbum ha estado llena de baches y papelones, de los que su responsable no parece querer acusar recibo.

Madonna y Lady Gaga plantean sus espectáculos como propuestas personalistas, de asumido culto antes a su figura que a su música. Shows teatrales, llenos de cambios de vestuario y coreografías.

Hace un mes, en París, miles de fans abuchearon el final de su concierto en el Club Olympia luego que la cantante cerrara el show apenas cuarenta y cinco minutos luego de iniciarlo. El argumento de su publicista -que el show para dos mil asistentes nunca pretendió ser “un concierto completo”- no calmó los ánimos. La prensa francesa ya estaba en guardia entonces por su polémica con la ex candidata presidencial ultraderechista Marine Le Pen, cuyo retrato había aparecido en un concierto de Madonna ampliado sobre una pantalla y con una esvástica sobreimpresa en la frente. La líder del Frente Nacional amenazó con una demanda judicial. La estadounidense aprovechó de aclarar luego en público que no era su intención sumarse enemigos, y que a Francia la une “una afinidad especial. Puedo citar hasta a Napoleón, porque me considero una revolucionaria”.

Compararse con Napoleón frente a franceses: de ese tipo de confusión hablamos.

 Ha estado, luego, el ítem piel. Demasiada a la vista, a juicio de casi todos, y no es que alguien haya olvidado su libro de desnudos Sex, de hace veinte años. Es que no es lo mismo un striptease ahora que hay tres hijos y más de tres décadas de provocación pública acumulada. Hubo un pezón intencionalmente exhibido a la audiencia en Estambul. Luego un calzón diminuto en Londres. Y un escote rebosante, pero no tan sentador en el video de “Turn up the radio”. Si Madonna ha hecho esfuerzos insospechados porque los años dejen sobre su cuerpo las mínimas huellas posibles, no es tan claro que su músculo erótico se mantenga hoy igual de tonificado que en esos tiempos de saltos sobre góndolas para cantarnos “Like a virgin”. Como toda conquista improbable, la tersura de su piel merece la más completa admiración, pero en su ansiedad exhibicionista la frontera con la desesperación es delgada. ¿A qué aspecto de la vejez le tiene tanto miedo una mujer con tres hijos que aparece en su show disfrazada de porrista? Su novio de 24 años de edad, el bailarín Brahim Zaibat, podría darnos más detalles sobre este punto, pero su función pública ha sido, hasta ahora, poco más asertiva que la de una mascota.

Dos rubias

 

Pop de estadios

Como sea, hay una acusación de la cual defender con firmeza a Madonna, y ésa es la de estar siendo amenazada por Lady Gaga. La distancia entre ambas es considerable, y no sólo en oficio y autoconfianza. Asimilar sus conceptos es un truco aburrido de periodismo flojo. Lady Gaga se ha mirado mucho más en Grace Jones, David Bowie y Nina Hagen que en la ex Evita. Madonna, en tanto, ha tenido en las divas del cine clásico modelos que la jovencita no debe ni conocer. La educación de la cantante de “Bad romance” como una neoyorquina acomodada -asistió al colegio católico Convent of the Sacred Heart, uno de los más caros de Upper East Side- es el opuesto exacto al trato al que se acostumbró Madonna de niña en Michigan. Y si ésta perdió a su madre a los cinco años de edad, quedando al amparo de un padre sicológicamente agresivo, aquella tiene en su casa familiar a un matrimonio estable, compuesto por un empresario y una ítalo-americana elegantísima. Lo esperable es que entre la excéntrica Lady Gaga y su burguesa parentela exista tensión, pero ella y su madre acaban de asociarse en una fundación (Born This Way) que busca crear conciencia sobre discriminación y hostigamiento contra adolescentes. La iniciativa fue presentada hace unos meses en un salón de la Universidad de Harvard con Oprah Winfrey y Deepak Chopra en los micrófonos. Lady Gaga conoce la marginalidad como Madonna, la apicultura.

Hay una acusación de la cual defender con firmeza a Madonna, y ésa es la de estar siendo amenazada por Lady Gaga. La distancia entre ambas es considerable. Lady Gaga se ha mirado mucho más en Grace Jones, David Bowie y Nina Hagen que en la ex Evita.

La trampa de las comparaciones atrapó a la propia Madonna. En varios de sus últimos conciertos ha mezclado su interpretación de “Express yourself” con pedazos de “Born this way”, el tema que le da el título al más reciente disco de su supuesta rival (y en el que, sí, es posible encontrar una similar progresión melódica, aunque nada grave). No había para qué. Los trazos de la influencia de la “Material girl” están también hoy en Katy Perry, en Rihanna y hasta en Justin Bieber. Están por todos lados, la verdad, y reclamarlos para sí evidencia la inseguridad indigna de una autoproclamada reina.

Un seguidor de la música internacional tendrá en Santiago en las últimas seis semanas del año la muestra quizás más contundente imaginable para exitosas concepciones particulares del entretenimiento profesional, mas no un panorama amplio de tendencias pop. En lo que sí pueden unirse Madonna y Lady Gaga es en que plantean sus espectáculos como propuestas personalistas, de asumido culto antes a su figura que a su música. Shows teatrales, llenos de cambios de vestuario y coreografías pensadas para resaltarlas a ellas mismas sobre el escenario. Es atractivo ver ambos shows como las caras encontradas de una misma moneda de lucro artístico; ambicioso y autoexigente, mas no realmente propositivo en su creatividad. El semestre en el que nos encontramos concentrará en el país una agenda de conciertos extranjeros excepcionalmente vistosa (de Megadeth a Liza Minnelli; de Garbage a Luis Miguel; de Pulp a los Beach Boys), y es tentador creer que nos dejará a caballo de aquello que marcará el trayecto musical en los años por venir. Pero el pop de estadios es esencialmente cauto en su despliegue, y sabe disfrazar con trajes de avanzada el cuerpo estricto y conservador que lo mantiene como un buen negocio.

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