Que tenía gusto a plástico, que nunca pidieran pollo, que el vino era demasiado aguachento. Pero apenas los magos del ahorro hicieron desaparecer la basureada comida de avión, todos la echaron de menos. Pues bien, cómanse -literalmente- sus palabras. Para colmo y con un gesto de asco, no falta quien asegura que en el último viaje sólo le dieron un maní y una bebida. Apostaría mi bandeja con ravioles recalentados a que es el mismo tipo que antes también se quejaba. Pero da igual. El encanto de la comida de avión, esa que uno mastica como pidiendo disculpas, no está en el sabor sino en la espera y el misterio: cuando uno mira a la azafata que se acerca lentamente con ese carro y se pregunta qué traerá y por qué demonios tarda tanto. O aún mejor: cuando en medio de un día de trabajo uno se acuerda de esa bandeja enclenque y desabrida como si fuera un tesoro imposible y lejano.
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