Puede ser uno de los vicios modernos. Ver una serie de corrido es impagable, adictivo y medio desquiciado. Confesión: terminé de escribir un texto larguísimo que arrastraba por más de tres años y me desquité viendo por Netflix la nueva versión de Battlestar Galactica de un viaje. Me pareció una obra superior e inevitable a pesar de los agujeros, las incoherencias y las contradicciones. O quizás por eso. Nunca supe si era una serie de ciencia ficción o un relato de realismo documental. Ya la había visto antes, en pedacitos, anhelando que llegara la semana siguiente. Ahora me pareció que se podía contemplar ahí una sola y clarísima línea trazada sobre el relato de Bill Adama (Edward J. Olmos) y su tripulación buscando la Tierra y esquivando la extinción mientras se debatía -capítulo tras capítulo- sobre las consecuencias morales del genocidio, el terrorismo y el concepto del “otro”. Aquello llegaba a veces a ser agotador, debido a todos esos close up de personajes sudados y atrapados en el metal sucio de una nave, teniendo epifanías confusas sobre su lugar en el mundo. Pero también estaba ahí la descripción del deseo y la crueldad, el cuerpo como cárcel y la muerte como una amenaza irrevocable. Por supuesto, seguir ese relato de modo acelerado aumentaba la sensación de encierro y agobio de la serie pero eso, quizás, la distinguía de tanto producto olvidable, de tanta space opera bobalicona. Recuerdo que cuando terminé la serie pasaron dos cosas. Primero, conseguí un centurión cylon en Franklin que ahora cuida el computador de mi oficina y, segundo, vi ese capítulo de Portlandia donde una pareja ve todas las temporadas de Battlestar Galactica de una sola vez y pierde todo: el trabajo, la casa, la vida. No me reí mucho. Me pareció más que atendible, tal vez cercano.