Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Marzo 14, 2013

No sé por qué llevo una semana y media leyendo como enajenado las novelas de John Le Carré (1931). De hecho, no encuentro que haya una fantasía más pueril que las historias de James Bond. Por lo mismo, debo decir que John Le Carré me mató: entré por El Topo (1974) y de ahí no he parado. Por supuesto, no me interesa el costado político del asunto, sino el aspecto narrativo de estos libros, el modo en que Le Carré describe la vida de héroes tristes atados a rituales que son su única ideología, tal y como les sucede al increíble George Smiley o al tristísimo Alec Leamas de El espía que surgió del frío (1963). Así, en medio de un paisaje   -el del Circus, el aparato de inteligencia británico-, nos enfrentamos a personajes que deambulan por parajes de invierno, en caserones tocados por la niebla y la lluvia, en países que ya no existen como tales. Muchos, casi todos, no saben quiénes son, qué los define como seres humanos. Todos participan de una guerra hecha de gestos imperceptibles, de lenguajes efímeros. Algo de eso está captado en El Topo, la cinta que el sueco Tomas Alfredson dirigió basado en la novela homónima, pero no basta, porque Le Carré describe la épica de los espías pero también su caída; empecinándose en detallar  -como en Smiley’s people (1979)- su ocaso y los modos en que los restos de humanidad que les quedan aparecen en la violencia que acometen y que define su profesión. Es la construcción de un mundo en ruinas que corresponde a la resaca de la Segunda Guerra Mundial y que leo ahora con cierto estremecimiento, acaso porque anticipa la literatura del presente. Están ahí las identidades móviles, los escombros de las ideologías, los heroísmos tardíos y una poesía de la ruina, que antes de ser anacrónica, es tan urgente como nítida.

 

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