Adiós Hank Moody. Y gracias. Gracias por las horas y horas de risas, los momentos políticamente incorrectos y -especialmente- por las chicas. Sé que muchos te extrañaremos por eso: porque cada nueva temporada de tus andanzas significaba conocer a la chica de turno (con quien por supuesto flirteabas), aunque también era la oportunidad de, una vez más, enamorarnos de los ojos y esa sonrisa inigualable de Karen, tu esquivo amor eterno que en esta séptima y última temporada realmente está enojada contigo.
Y voy a ser sincero: Californication nunca fue grandiosa. Tampoco tus libros, Hank (yo incluso compré tu novela God hates us all y la dejé botada luego de la página veinte). Pero está bien: tu serie jamás aspiró a ser un producto tipo HBO, uno de esos shows que pretenden ser una gran novela. Con suerte le daba para ser una picaresca con arena, alcohol, drogas y algo no menor: de fondo una ciudad que es más bien un estado mental. Tal como Raymond Chandler, Charles Bukowski o la gran Joan Didion, Californication fue una actualización del sueño californiano. Y tú, Hank, con lentes y casi siempre resacoso, fuiste un antihéroe que nos enseñó que escribir también significa enamorarse, condorearse y creer en causas perdidas. Y amar a las mujeres. Californication fue una oda a las mujeres y a la torpeza masculina. Porque aunque todos queríamos ser como tú, Hank, finalmente teníamos más de Charlie Runkle, tu torpe agente literario que manejó la carrera de una porn star, se separó de la gran Marcy reiteradas veces y nunca te defraudó como amigo (o casi nunca).
Así que, una vez más: gracias, Hank. Gracias por enseñarnos a perfeccionar el arte del fracaso.
“Californication”.